
Pablo Mera A+ Podcast -S01E03 -La tartamudez y otras fortalezas
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Me llamo Pablo Mera.
Soy de Peñarol , rugbier, sangre A+ y tartamudo. Nada de lo anterior va a cambiar.
En esta vida, he tenido algunos aciertos… pero también he cometido casi todos los errores que uno puede imaginar. Por eso escribo: para que algo de lo que aprendí, a fuerza de tropiezos, le sirva a alguien más. O, al menos, para dejar constancia de que se puede vivir con todo eso a cuestas, y aun así seguir soñando.
Anoche tuve un sueño intenso, casi cinematográfico. En él, una idea me golpeó con la fuerza de una revelación. Y al despertar, supe que debía compartirla.
La idea es simple, pero poderosa: todos desarrollamos, de manera casi orgánica, ciertas fortalezas que vienen a compensar nuestras debilidades. El secreto no está en negar nuestras carencias ni en obsesionarnos por ser los mejores en aquello para lo que no fuimos hechos. El secreto está en aceptar nuestras sombras… y aprender a brillar en lo que sí.
Una epifanía, sí. Y aunque suene a obviedad, te aseguro que no lo es.
En mi caso, esa epifanía tiene nombre propio: la tartamudez. Durante muchos años fue mi cruz, mi martirio íntimo. Cada palabra era una batalla, cada conversación un campo minado. Me entrené en el arte de evitar ciertas frases, ciertos sonidos, ciertas situaciones. Y así, casi sin darme cuenta, empecé a construir puentes alternativos para llegar a la orilla del entendimiento.
La necesidad de evitar largas explicaciones me empujó a desarrollar una habilidad inesperada: la capacidad fulminante para la metáfora. Como si el alma, queriendo hablar sin trabas, encontrara atajos poéticos. Como si cada pausa forzada me diera tiempo para ver el mundo de otra manera. Hoy lo siento como un superpoder. Un don natural, instalado en mí como una app nativa del sistema operativo de mi mente. Es mi manera de transformar el dolor en belleza.
Y en esta reflexión, me permito algo más íntimo todavía: mirar con ternura a ese niño que fui, frustrado frente al espejo, intentando decir su nombre sin que se le enrede en la lengua. Quiero decirle —como quien le habla al niño que aún vive en uno— que valió la pena. Que no fue en vano. Que el silencio forzado parió una voz distinta. Más lenta, sí, pero más profunda. Más certera. Una voz que no se apura porque aprendió a decir mucho… con poco.
Ahora sé que cada tartamudeo fue un ensayo de mi alma buscando su tono.
Y si este capítulo llega a alguien que siente que su dificultad es una condena, o que su defecto lo margina, o que nunca va a poder hablar con claridad, quiero decirle algo simple pero verdadero: va a pasar. Y tal vez —solo tal vez— tu mayor poder aún no se ha manifestado del todo.