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700. El arbol de relojes (infantil)

700. El arbol de relojes (infantil)

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Juan David Betancur Fernandez
elnarradororal@gmail.com

Habia una vez una niña llamada Margarita. Margarita tenía ocho anos y vivía en una pequeña casa de campo rodeada de colinas verdes y un huerto que su familia cuidaba con esmero. Desde muy pequeña, Margarita había sentido una admiración y fascinación por los relojes. No sabía exactamente por qué, pero el sonido del tic-tac le parecía como el latido de un corazón invisible que movía su alma. Por esta razón le encantaba. Ver en los almacenes de su pueblo los relojes de pulsara, los de pared, los de cucú y todos ellos le parecían mágicos.

Sus padres que siempre estaban atentos a ella un dial decidieron regalarle un reloj dorado con una correa de cuero muy suave. Ella les había ayudado todo el verano a sembrar el huerto y siempre se había portado muy bien. Por ello pensaron que un reloj sería un gran regalo.

Margarita un día llego del colegio en el día de su cumpleaños y sus padres la estaban esperando con un pequeño paquete dorado con un gran mono de color rojo. Ella excitada la abrió y sus ojos no podían creer lo que estaba viendo. Era un reloj de pulsera con una esfera dorada, números delicados grabados en su cara y una bella correa color marrón. Su cara reflejaba la alegría que sentía.

Tomo el reloj entre sus manos y lo abrazo como si fuera una joya mágica. Lo llevaba puesto todos los días y todas las noches lo limpiaba. Con un pañito suave y antes de dormir lo guardaba en una cajita acolchada que siempre tenía en la mesita junto a su cama. Era su compañero que protegía el tiempo ya que sus padres le habían dicho. Debes cuidar este reloj ya que el es el que cuida el tiempo que es un bien muy precioso.

Pero un día aquel reloj dejo de funcionar. Y Margarita sintió que era su culpa. Realmente no había hecho nada malo pero aquella joya ya no daba vueltas y no marcaba las horas del día y la noche. Avergonzada de pensar que algo había hecho mal le había ocultado a sus padres que su reloj ya no funcionaba.

Pero aquella misma noche pensó.

Si las semillas que ella plantaba en el huerto crecían formando una mata de donde salían los tomates y lo mismo sucedía con otros vegetales, es posible que si ella enteraba el reloj de allí crecería un árbol que produciría relojes. Su lógica de niña era impecable. Sembraría el reloj en el huerto y esperaría hasta que un bello árbol de relojes le trajera nuevos relojes.

Y así lo hizo. Al día siguiente, cuando sus padres estaban ocupados en la cocina, Margarita fue al huerto con su reloj. Buscó un rincón entre las matas de albahaca y los girasoles, cavó un pequeño hoyo con sus manos y colocó el reloj dentro, como si fuera una semilla mágica. Lo cubrió con tierra, lo regó con cuidado y le susurró:

—Crece, por favor. Quiero que haya muchos relojes, para que el tiempo nunca se me escape.

Pasaron los días, y margarita seguía regando el lugar en secreto. Pero sus padres notaron que ya no llevaba el reloj.

—¿Dónde está tu reloj, Margarita? —preguntó su madre.

Margarita bajó la mirada, nerviosa pero decidida a contar la verdad.

—Lo planté en el huerto. Pensé que podría crecer un árbol de relojes.

Sus padres se miraron sorprendidos. Su padre se agachó junto a ella y le dijo con dulzura:

—Margarita , los relojes no crecen en árboles. Son hechos por personas, no por la tierra. Al enterrarlo, probablemente se ha estropeado.

Margarita sintió una punzada de tristeza. Había perdido su reloj. Pero en el fondo, algo le decía que no todo estaba perdido.

Pasaron los días, las Semanas y los meses. El huerto floreció como siempre. Las tomateras estaban llenas, las zanahorias saltaban crujientes de su lecho de tierra , y los girasoles se mecí

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