
Cuando el Jazz Silenció al Hombre del Hacha
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Sus ataques parecen salidos de un ritual: paneles de puertas entallados con un cincel, entradas silenciosas, hachas tomadas de la propia casa, dejadas luego en el patio como si fueran firmas. A menudo, las víctimas son tenderos italianos; la ciudad murmura sobre rencillas, extorsiones, viejos códigos traídos de ultramar. La policía persigue sombras entre callejones que sudan y porches con mecedoras inmóviles.
En marzo de 1919, llega la carta que inmortaliza el miedo. Un periódico la publica: el autor se describe con una grandilocuencia infernal y dicta un desafío. La noche del 19, si en cada casa suena jazz, nadie morirá. Aquella velada, la ciudad entera obedece: pianos en barberías, clarinetes en balcones, gramófonos en cocinas; los bares derraman melodías hasta la calle. Esa noche, no hay ataque.
El patrón es una cuerda floja: casas forzadas sin botín, objetos sacados del sitio y puestos con cuidado, un ruido detenido a tiempo por el silbido de una locomotora o el ladrido de un perro. Se detiene, se reanuda, cambia de barrio. Luego, como vino, desaparece.
Los sospechosos pasan como músicas: un tal Momfre, nombre medio mito; un ladrón con afición por cinceles; la sombra de un grupo que castiga tenderos reacios a pagar. Nada cuaja. Los retratos hablados envejecen, los informes se amarillean, el hacha se convierte en leyenda.
Imagina una esquina del French Quarter a las tres de la mañana: una lámpara de gas bosteza, un gato atraviesa el empedrado, en una ventana alguien deja un disco girando para no invocar el silencio. Al amanecer, un panel de puerta apoya contra la pared, como si la madera hubiese aprendido una palabra que no conviene repetir.
El Hombre del Hacha nunca fue atrapado. Quedan su carta, su método y una ciudad que transformó el miedo en música para sobrevivir a la noche. Gracias por acompañarnos en Misterios Ocultos. Hasta el próximo episodio… si el jazz calla, y una sombra decide volver a cruzar el umbral.
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