Episodes

  • Eduardo Galeano: El tiempo
    Nov 26 2025
    Voz: Manuel López Castilleja Música: Chopin_El Vals del Minuto Youtube.com El tiempo de los mayas nació y tuvo nombre cuando no existía el cielo ni había despertado todavía la tierra. Los días partieron del oriente y se echaron a caminar. El primer día sacó de sus entrañas al cielo y a la tierra. El segundo día hizo la escalera por donde baja la lluvia. Obras del tercero fueron los ciclos de la mar y de la tierra y la muchedumbre de las cosas. Por voluntad del cuarto día, la tierra y el cielo se inclinaron y pudieron encontrarse. El quinto día decidió que todos trabajaran. Del sexto salió la primera luz. En los lugares donde no había nada, el séptimo día puso tierra. El octavo clavó en la tierra sus manos y sus pies. El noveno día creó los mundos inferiores. El décimo día destinó los mundos inferiores a quienes tienen veneno en el alma. Dentro del sol, el undécimo día modeló la piedra y el árbol. Fue el duodécimo quien hizo el viento. Sopló viento y lo llamó espíritu, porque no había muerte dentro de él. El decimotercer día mojó la tierra y con barro amasó un cuerpo como el nuestro. Así se recuerda en Yucatán.
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    2 mins
  • José Ángel Buesa: Poema del fracaso
    Nov 21 2025
    Voz: Manuel López Castilleja Música: Chopin_Prelude in E minor Youtube.com Mi corazón, un día, tuvo un ansia suprema, que aún hoy lo embriaga cual lo embriagara ayer; quería aprisionar un alma en un poema, y que viviera siempre... pero no pudo ser. Mi corazón, un día, silenció su latido, y en plena lozanía se sintió envejecer; quiso amar un recuerdo más fuerte que el olvido y morir recordando... pero no pudo ser. Mi corazón, un día, soñó un sueño sonoro, en un fugaz anhelo de gloria y de poder; subió la escalinata de un palacio de oro y quiso abrir las puertas... Pero no pudo ser. Mi corazón, un día, se convirtió en hoguera, por vivir plenamente la fiebre del placer; ansiaba el goce nuevo de una emoción cualquiera, un goce para él solo... pero no pudo ser. Y hoy llegas tú a mi vida, con tu sonrisa clara, con tu sonrisa clara, que es un amanecer; y ante el sueño más dulce que nunca antes soñara, quiero vivir mi sueño... pero no puede ser. Y he de decirte adiós para siempre, querida, sabiendo que te alejas para nunca volver, quisiera retenerte para toda la vida... ¡Pero no puede ser! ¡Pero no puede ser!
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    2 mins
  • Rubén Darío: El velo de la reina Mab
    Nov 18 2025
    Voz: Manuel López Castilleja Música: Mozart_Piano Concerto 23_Adagio Youtube.com La reina Mab, en su carro hecho de una sola perla, tirado por cuatro coleópteros de petos dorados y alas de pedrería, caminando sobre un rayo de sol, se coló por la ventana de una boardilla donde estaban cuatro hombres flacos, barbudos e impertinentes, lamentándose como unos desdichados. Por aquel tiempo, las hadas habían repartido sus dones a los mortales. A unos habían dado las varitas misteriosas que llenan de oro las pesadas cajas del comercio; a otros unas espigas maravillosas que al desgranarlas colmaban las trojes de riquezas; a otros unos cristales que hacían ver en el riñón de la madre tierra oro y piedras preciosas; a quiénes, cabelleras espesas y músculos de Goliat, y mazas enormes para machacar el hierro encendido; y a quiénes, talones fuertes y piernas ágiles para montar en las rápidas caballerías que se beben el viento y que tienden las crines en la carrera. Los cuatro hombres se quejaban. Al uno le había tocado en suerte una cantera, al otro el iris, al otro el ritmo, al otro el cielo azul. La reina Mab oyó sus palabras. Decía el primero: —Y bien! ¡Heme aquí en la gran lucha de mis sueños de mármol! Yo he arrancado el bloque y tengo el cincel. Todos tenéis, unos el oro, otros la armonía, otros la luz; yo pienso en la blanca y divina Venus, que muestra su desnudez bajo el plafón color de cielo. Yo quiero dar a la masa la línea y la hermosura plástica; y que circule por las venas de la estatua una sangre incolora como la de los dioses. Yo tengo el espíritu de Grecia en el cerebro y amo los desnudos en que la ninfa huye y el fauno tiende los brazos. ¡Oh, Fidias! Tú eres para mí soberbio y augusto como un semidiós, en el recinto de la eterna belleza, rey ante un ejército de hermosuras que a tus ojos arrojan el magnífico quitón mostrando la esplendidez de la forma en sus cuerpos de rosa y de nieve. "Tú golpeas, hieres y domas el mármol, y suena el golpe armónico como un verso, y te adula la cigarra, amante del sol, oculta entre los pámpanos de la viña virgen. Para ti son los Apolos rubios y luminosos, las Minervas severas y soberanas. Tú, como un mago, conviertes la roca en simulacro y el colmillo del elefante en copa del festín. Y al ver tu grandeza siento el martirio de mi pequeñez. Porque pasaron los tiempos gloriosos. Porque tiemblo ante las miradas de hoy. Porque contemplo el ideal inmenso y las fuerzas exhaustas. Porque, a medida que cincelo el bloque, me ataraza el desaliento." Y decía el otro: —Lo que es hoy romperé mis pinceles. ¿Para qué quiero el iris y esta gran paleta del campo florido, si a la postre mi cuadro no será admitido en el salón? ¿Qué abordaré? He recorrido todas las escuelas, todas las inspiraciones artísticas. He pintado el torso de Diana y el rostro de la Madona. He pedido a las campiñas sus colores, sus matices; he adulado a la luz como a una amada, y la he abrazado como a una querida. He sido adorador del desnudo, con sus magnificencias, con los tonos de sus carnaciones y con sus fugaces medias tintas. He trazado en mis lienzos los nimbos de los santos y las alas de los querubines. ¡Ah, pero siempre el terrible desencanto! ¡El porvenir! ¡Vender una Cleopatra en dos pesetas para poder almorzar! "¡Y yo, que podría en el estremecimiento de mi inspiración trazar el gran cuadro que tengo aquí dentro!..." Y decía el otro: —Perdida mi alma en la gran ilusión de mis sinfonías, temo todas las decepciones. Yo escucho todas las armonías, desde la lira de Terpandro hasta las fantasías orquestales de Wagner. Mis ideales brillan en medio de mis audacias de inspirado. Yo tengo la percepción del filósofo que oye la música de los astros. Todos los ruidos pueden aprisionarse, todos los ecos son susceptibles de combinaciones. Todo cabe en la línea de mis escalas cromáticas. "La luz vibrante es himno, y la melodía de la selva halla un eco en mi corazón. Desde el ruido de la tempestad hasta el canto del pájaro, todo se confunde y enlaza en la infinita cadencia. Entre tanto, no diviso sino la muchedumbre que befa y la celda del manicomio." Y el último: —Todos bebemos el agua clara de la fuente de Jonia. Pero el ideal flota en el azul; y para que los espíritus gocen de su luz suprema, es preciso que asciendan. Yo tengo el verso que es de miel y el que es de oro, y el que es de hierro candente. Yo soy el ánfora del celeste perfume: tengo el amor. Paloma, estrella, nido, lirio, vosotros conocéis mi morada. Para los vuelos inconmensurables tengo alas de águila que parten a golpes mágicos el huracán. Y para hallar consonantes, los busco en dos bocas que se juntan; y estalla el beso, y escribo la estrofa, y entonces, si veis mi alma, conoceréis a mi musa. Amo las epopeyas, porque de ellas brota el soplo heroico que agita las banderas que ondean sobre las lanzas y los penachos que tiemblan sobre los cascos; los cantos ...
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    8 mins
  • Max Aub: El matrimonio
    Nov 11 2025
    Voz: Manuel López Castilleja Música: Albinoni_Adagio Youtube.com La sala era pequeña, pero muy amueblada: dos consolas, dos sillones, dos parejas dispares de sillas, dos vitrinas —la una alta, la otra baja, estrecha la primera, ancha la segunda—, dos cornucopias doradas y de edad dudosa, dos lámparas, la una colgando, la otra de pie. No había sofá, no cupo y descansaba frente a los pies de la cama, en el dormitorio. El pobre marido estaba hundido en un sillón. Su contrito cuñado estaba apoyado en el marco de la puerta que daba al recibidor. Su triste concuñada apenas se sostenía con las manos en la mesa. Todo estaba en penumbra. María se moría. María era la esposa, la prima de la cuñada; rondaba los sesenta años, tenía unas ojeras tremendas, unas ojeras que le comían toda la cara, que no dejaban nada para lo demás. De estatura regular, de corpulencia media, menos la cabellera larga y descolgada (el orgullo de la casa). Sobrevestía camisón, que debajo llevaba numerosas chambras y refajos superpuestos en vano intento de vencer el frío; no venía éste de las afueras, sino de la muerte evidentemente próxima. La casa olía a col frita: no era cosa de momento, la casa olía a col frita desde hacía más de cuarenta años; cuando el matrimonio empezó a vivir ahí. De pronto, en un arranque, la moribunda pudo con todos, nadie logró convencerla, ni sujetarla en la cama. Se levantó y se fue a la sala. Estaban todos muy conmovidos porque inmediatamente se dieron cuenta de que aquella mujer venía a despedirse —para siempre— de sus muebles, de todos los objetos que habían sido parte de su vida durante más de cuarenta años. El cuñado, largo bigote lacio, tiene los ojos enrojecidos y lacrimosos; desgracia no circunstancial pero, ahora, por vez primera —era una familia muy unida—, se daban cuenta de que en ese momento aquello estaba bien. Nadie se movía aparte de la futura muerta. Iba ahora de la vitrina pequeña a la vitrina grande, andaba con dificultad, pero sola. Había rechazado —todavía con fuerzas— cualquier ayuda. Andaba arrastrando las pantuflas que su esposo le regaló hacía diecisiete años, para la Navidad. Dicho sea en su favor, lo cierto era que las había gastado muy poco. Ponía las manos, las palmas de las manos, sobre los muebles, las dejaba allí, un momento, para luego arrastrarlas hasta el borde. Pasó frente a la ventana —que daba a un patio interior, pardo, oscuro— agarrándose al terciopelo verde pasado de los cortinones y llegó a la vitrina grande donde, tras unos cristalitos biselados, lucían unas porcelanas de leche brillante con filetes de oro; se quedó quieta mirándolas: eran de su abuela. Fue a la consola, pasando frente a su cuñado, al que miró y no vio, o no quiso ver, o no reconoció. En la consola —negra madera, blanco mármol—, además de dos floreros de cristal azul, estaba el retrato del hijo único y su mujer: un retrato ya viejo, hecho en Buenos Aires, donde estaban hacía muchos años, escribiendo poco y sin ganas. El pobre marido cambió de postura para seguirla con la mirada. Se daba cuenta de que de ahí a pocas horas, a lo sumo algunos días, se quedaría viudo. En su interior inexpresable siempre había sentido que acabaría viudo. La pobre señora seguía dando su última vuelta. Se paró frente a dos cuadros, dos cromos con marcos dorados: el uno representaba a Santa Ana, el otro una andaluza con peineta y mantilla blanca. Ambos tuvieron su pasadita de mano. Los tenía desde siempre. Era de lo único que había traído a aquella casa, no que fuese de condición inferior a su marido, pero, como era natural, él lo puso todo. Hacía más o menos cuarenta años que los veía como estaban colocados ahora: cada mañana, cada tarde, cada noche al ir de su cuarto al comedor o al revés, del comedor a su cuarto; que sentarse allí, en la sala, no lo hicieron mucho. Se quedó parada, vacilando. Su marido fue hacia ella, su cuñado dio un paso adelante. Pero la mujer rechazó la ayuda con indiscutible autoridad y siguió su ronda. Nadie se engañaba: se estaba muriendo. El esposo se quedó plantado cerca de ella, los pantalones caídos, por los tirantes desabrochados, sostenidos por la sola comba del vientre que tenía lo suyo, los pies en las pantuflas que su esposa le había regalado hacía dieciséis años, la cara abotagada, el bigote al garete, las manos encallecidas, las uñas negras de por sí. La enferma se había vuelto a detener frente a un espejo de marco negro desconchado. Un espejo con manchas, desteñido, medio muerto, donde las cosas se reflejaban distintas y con nubes. El pobre marido se creyó en la obligación de intervenir, mandar, recomendar —suave pero enérgico a la vez— que volviese a la cama. Su todavía esposa se le volvió cara a cara, lentamente, lo miró fijo durante un momento, que se hizo larguísimo al hombre, y luego —remontándose a una cima inesperada y feroz de desprecio— ...
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    7 mins
  • Jorge Luis Borges: La intrusa
    Nov 7 2025
    Voz: Manuel López Castilleja Música: Chopin - Fantaisie-Impromptu Youtube.com Dicen (lo cual es improbable) que la historia fue referida por Eduardo, el menor de los Nelson, en el velorio de Cristián, el mayor, que falleció de muerte natural, hacia mil ochocientos noventa y tantos, en el partido de Morón. Lo cierto es que alguien la oyó de alguien, en el decurso de esa larga noche perdida, entre mate y mate, y la repitió a Santiago Dabove, por quien la supe. Años después, volvieron a contármela en Turdera, donde había acontecido. La segunda versión, algo más prolija, confirmaba en suma la de Santiago, con las pequeñas variaciones y divergencias que son del caso. La escribo ahora porque en ella se cifra, si no me engaño, un breve y trágico cristal de la índole de los orilleros antiguos. Lo haré con probidad, pero ya preveo que cederé a la tentación literaria de acentuar o agregar algún pormenor. En Turdera los llamaban los Nilsen. El párroco me dijo que su predecesor recordaba, no sin sorpresa, haber visto en la casa de esa gente una gastada Biblia de tapas negras, con caracteres góticos; en las últimas páginas entrevió nombres y fechas manuscritas. Era el único libro que había en la casa. La azarosa crónica de los Nilsen, perdida como todo se perderá. El caserón, que ya no existe, era de ladrillo sin revocar; desde el zaguán se divisaban un patio de baldosa colorada y otro de tierra. Pocos, por lo demás, entraron ahí; los Nilsen defendían su soledad. En las habitaciones desmanteladas dormían en catres; sus lujos eran el caballo, el apero, la daga de hoja corta, el atuendo rumboso de los sábados y el alcohol pendenciero. Sé que eran altos, de melena rojiza. Dinamarca o Irlanda, de las que nunca oirían hablar, andaban por la sangre de esos dos criollos. El barrio los temía a los Colorados; no es imposible que debieran alguna muerte. Hombro a hombro pelearon una vez a la policía. Se dice que el menor tuvo un altercado con Juan Iberra, en el que no llevó la peor parte, lo cual, según los entendidos, es mucho. Fueron troperos, cuarteadores, cuatreros y alguna vez tahúres. Tenían fama de avaros, salvo cuando la bebida y el juego los volvían generosos. De sus deudos nada se sabe ni de dónde vinieron. Eran dueños de una carreta y una yunta de bueyes. Físicamente diferían del compadraje que dio su apodo forajido a la Costa Brava. Esto, y lo que ignoramos, ayuda a comprender lo unidos que fueron. Malquistarse con uno era contar con dos enemigos. Los Nilsen eran calaveras, pero sus episodios amorosos habían sido hasta entonces de zaguán o de casa mala. No faltaron, pues, comentarios cuando Cristián llevó a vivir con él a Juliana Burgos. Es verdad que ganaba así una sirvienta, pero no es menos cierto que la colmó de horrendas baratijas y que la lucía en las fiestas. En las pobres fiestas de conventillo, donde la quebrada y el corte estaban prohibidos y donde se bailaba, todavía, con mucha luz. Juliana era de tez morena y de ojos rasgados; bastaba que alguien la mirara para que se sonriera. En un barrio modesto, donde el trabajo y el descuido gastan a las mujeres, no era mal parecida. Eduardo los acompañaba al principio. Después emprendió un viaje a Arrecifes por no sé qué negocio; a su vuelta llevó a la casa una muchacha, que había levantado por el camino, y a los pocos días la echó. Se hizo más hosco; se emborrachaba solo en el almacén y no se daba con nadie. Estaba enamorado de la mujer de Cristián. El barrio, que tal vez lo supo antes que él, previó con alevosa alegría la rivalidad latente de los hermanos. Una noche, al volver tarde de la esquina, Eduardo vio el oscuro de Cristián atado al palenque. En el patio, el mayor estaba esperándolo con sus mejores pilchas. La mujer iba y venía con el mate en la mano. Cristián le dijo a Eduardo: —Yo me voy a una farra en lo de Farías. Ahí la tenés a la Juliana; si la querés, usala. El tono era entre mandón y cordial. Eduardo se quedó un tiempo mirándolo; no sabía qué hacer. Cristián se levantó, se despidió de Eduardo, no de Juliana, que era una cosa, montó a caballo y se fue al trote, sin apuro. Desde aquella noche la compartieron. Nadie sabrá los pormenores de esa sórdida unión, que ultrajaba las decencias del arrabal. El arreglo anduvo bien por unas semanas, pero no podía durar. Entre ellos, los hermanos no pronunciaban el nombre de Juliana, ni siquiera para llamarla, pero buscaban, y encontraban, razones para no estar de acuerdo. Discutían la venta de unos cueros, pero lo que discutían era otra cosa. Cristián solía alzar la voz y Eduardo callaba. Sin saberlo, estaban celándose. En el duro suburbio, un hombre no decía, ni se decía, que una mujer pudiera importarle, más allá del deseo y la posesión, pero los dos estaban enamorados. Esto, de algún modo, los humillaba. Una tarde, en la plaza de Lomas, Eduardo se cruzó con Juan Iberra, que lo felicitó por ese ...
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    11 mins
  • Jaime Gil de Biedma: Contra Jaime Gil de Biedma
    Nov 3 2025
    Voz: Manuel López Castilleja Música: Chopin Mazurka 4 Youtube.com De qué sirve, quisiera yo saber, cambiar de piso, dejar atrás un sótano más negro que mi reputación -y ya es decir-, poner visillos blancos y tomar criada, renunciar a la vida de bohemio, si vienes luego tú, pelmazo, embarazoso huésped, memo vestido con mis trajes, zángano de colmena, inútil, cacaseno, con tus manos lavadas, a comer en mi plato y a ensuciar la casa? Te acompañan las barras de los bares últimos de la noche, los chulos, las floristas, las calles muertas de la madrugada y los ascensores de luz amarilla cuando llegas, borracho, y te paras a verte en el espejo la cara destruida, con ojos todavía violentos que no quieres cerrar. Y si te increpo, te ríes, me recuerdas el pasado y dices que envejezco. Podría recordarte que ya no tienes gracia. Que tu estilo casual y que tu desenfado resultan truculentos cuando se tienen más de treinta años, y que tu encantadora sonrisa de muchacho soñoliento -seguro de gustar- es un resto penoso, un intento patético. Mientras que tú me miras con tus ojos de verdadero huérfano, y me lloras y me prometes ya no hacerlo. Si no fueses tan puta! Y si yo no supiese, hace ya tiempo, que tú eres fuerte cuando yo soy débil y que eres débil cuando me enfurezco… De tus regresos guardo una impresión confusa de pánico, de pena y descontento, y la desesperanza y la impaciencia y el resentimiento de volver a sufrir, otra vez más, la humillación imperdonable de la excesiva intimidad. A duras penas te llevaré a la cama, como quien va al infierno para dormir contigo. Muriendo a cada paso de impotencia, tropezando con muebles a tientas, cruzaremos el piso torpemente abrazados, vacilando de alcohol y de sollozos reprimidos. Oh innoble servidumbre de amar seres humanos, y la más innoble que es amarse a sí mismo!
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    3 mins
  • Horacio Quiroga: Dieta de amor
    Oct 27 2025
    Voz: Manuel López Castilleja Música: Händel_Concierto para arpa y orquesta Youtube.com Ayer de mañana tropecé en la calle con una muchacha delgada, de vestido un poco más largo que lo regular, y bastante mona, a lo que me pareció. Me volví a mirarla y la seguí con los ojos hasta que dobló la esquina, tan poco preocupada ella por mi plantón como pudiera haberlo estado mi propia madre. Esto es frecuente. Tenía, sin embargo, aquella figurita delgada un tal aire de modesta prisa en pasar inadvertida, un tan franco desinterés respecto de un badulaque cualquiera que con la cara dada vuelta está esperando que ella se vuelva a su vez, tan cabal indiferencia, en suma, que me encantó, bien que yo fuera el badulaque que la seguía en aquel momento. Aunque yo tenía que hacer, la seguí y me detuve en la misma esquina. A la mitad de la cuadra ella cruzó y entró en un zaguán de casa de altos. La muchacha tenía un traje oscuro y muy tensas las medias. Ahora bien, deseo que me digan si hay una cosa en que se pierda mejor el tiempo que en seguir con la imaginación el cuerpo de una chica muy bien calzada que va trepando una escalera. No sé si ella contaba los escalones; pero juraría que no me equivoqué en un solo número y que llegamos juntos a un tiempo al vestíbulo. Dejé de verla, pues. Pero yo quería deducir la condición de la chica del aspecto de la casa, y seguí adelante, por la vereda opuesta. Pues bien, en la pared de la misma casa, y en una gran chapa de bronce, leí: DOCTOR SWINDENBORG FÍSICO DIETÉTICO ¡Físico dietético! Está bien. Era lo menos que me podía pasar esa mañana. Seguir a una mona chica de traje azul marino, efectuar a su lado una ideal ascensión de escalera, para concluir… ¡Físico dietético…! ¡Ah, no! ¡No era ése mi lugar, por cierto! ¡Dietético! ¿Qué diablos tenía yo que hacer con una muchacha anémica, hija o pensionista de un físico dietético? ¿A quién se le puede ocurrir hilvanar, como una sábana, estos dos términos disparatados: amor y dieta? No era todo eso una promesa de dicha, por cierto. ¡Dietético…! ¡No, por Dios! Si algo debe comer, y comer bien, es el amor. Amor y dieta… ¡No, con mil diablos! * * * Esto era ayer de mañana. Hoy las cosas han cambiado. La he vuelto a encontrar, en la misma calle, y sea por la belleza del día o por haber adivinado en mis ojos quién sabe qué religiosa vocación dietética, lo cierto es que me ha mirado. «Hoy la he visto… la he visto… y me ha mirado…» ¡Ah, no! Confieso que no pensaba precisamente en el final de la estrofa. Lo que yo pensaba era esto: cuál debe ser la tortura de un grande y noble amor, constantemente sometido a los éxtasis de una inefable dieta… Pero que me ha mirado, esto no tiene duda. La seguí, como el día anterior; y como el día anterior, mientras con una idiota sonrisa iba soñando tras los zapatos de charol, tropecé con la placa de bronce: DOCTOR SWINDENBORG FÍSICO DIETÉTICO ¡Ah! ¿Es decir, que nada de lo que yo iba soñando podría ser verdad? ¿Era posible que tras los aterciopelados ojos de mi muchacha no hubiera sino una celestial promesa de amor dietético? Debo creerlo así, sin duda, porque hoy, hace apenas una hora, ella acaba de mirarme en la misma calle y en la misma cuadra; y he leído claro en sus ojos el alborozo de haber visto subir límpido a mis ojos un fraternal amor dietético… ¡Al diablo el amor! * * * Han pasado cuarenta días. No sé ya qué decir, a no ser que estoy muriendo de amor a los pies de mi chica de traje oscuro… Y si no a sus pies, por lo menos a su lado, porque soy su novio y voy a su casa todos los días. Muriendo de amor… Y sí, muriendo de amor, porque no tiene otro nombre esta exhausta adoración sin sangre. La memoria me falta a veces; pero me acuerdo muy bien de la noche que llegué a pedirla. Había tres personas en el comedor —porque me recibieron en el comedor—: el padre, una tía y ella. El comedor era muy grande, muy mal alumbrado y muy frío. El doctor Swindenborg me oyó de pie, mirándome sin decir una palabra. La tía me miraba también, pero desconfiada. Ella, mi Nora, estaba sentada a la mesa y no se levantó. Yo dije todo lo que tenía que decir, y me quedé mirando también. En aquella casa podía haber de todo; pero lo que es apuro, no. Pasó un momento aún, y el padre me miraba siempre. Tenía un inmenso sobretodo peludo, y las manos en los bolsillos. Llevaba un grueso pañuelo al cuello y una barba muy grande. —¿Usted está bien seguro de amar a la muchacha? —me dijo, al fin. —¡Oh, lo que es eso! —le respondí. No contestó nada, pero me siguió mirando. —¿Usted come mucho? —me preguntó. —Regular —le respondí, tratando de sonreírme. La tía abrió entonces la boca y me señaló con el dedo como quien señala un cuadro: —El señor debe comer mucho… —dijo. El padre volvió la cabeza a ella: —No importa —objetó—. No podríamos poner trabas en su ...
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    14 mins
  • Mario Benedetti: Conversa
    Oct 23 2025
    Voz: Manuel López Castilleja Música: Schubert-Serenade Youtube.com —Perdón. ¿Puedo sentarme aquí, contigo, a terminar esta cerveza? —Sí, claro. —Mi nombre es Alejandro. —Ah. —Alejandro Barquero. —Está bien. Yo soy Estela. —Estaba en el otro extremo del café. No sé. Te vi tan sola. —Me gusta estar sola. —¿Siempre? —No, siempre no. Hay días. ¿No te ocurre que de pronto te vienen ganas de hacer balance contigo mismo? —A veces. Pero por lo general de noche. Mi problema es que padezco insomnio. —De noche prefiero dormir. —Yo también. Pero no siempre puedo. —¿Mala conciencia? —No. ¿Acaso tengo aspecto de delincuente o de violador? —De violador, no. —¿De delincuente? —Vaya una a saber. No hace diez años que nos conocemos, sino cinco minutos. —¿Siempre estás así, a la defensiva? —Hay que cuidarse. —¿Venís a menudo a este café? —Dos o tres veces por semana. —¿Trabajás por aquí cerca? —Si el interrogatorio va a continuar de esta guisa, reclamo la presencia de mi abogado. —¿De esta guisa? ¡Qué léxico! Me gusta que tengas sentido del humor. —Y vos ¿qué hacés? —Traduzco. —¿Del inglés? —También del inglés. Pero sobre todo del francés y del italiano. Y además soy soltero en español. —¿Me hacés confidencias para que yo te haga las mías? —No sabía que la soltería era una confidencia. Más bien creía que era un estado civil. —Yo no soy soltera. Estoy separada. —¿Y qué tal? —¿Qué tal qué? —¿Cómo te sentís en el nuevo estado? —No tan nuevo. Hace un año que me separé. Ahora ya me acostumbré, pero al principio fue duro. —No te pregunto si vivís sola, porque vas a pegar la espantada. —¿Por qué? Vivo sola, claro. —¿Y tu familia? —Me queda poca. Mi vieja vive en Brasil, con mi hermano. Mi viejo se quedó en un infarto. Tengo una hermana, casada con un gringo, que reside en Los Ángeles. Y se acabó. —¿Qué hora es? —Las seis y veinte. —Caramba. Tenía que estar a las seis en el Centro. Pero no importa. Total, ya no llego. Ni en taxi. Lo que pasa es que mi reloj está perezoso. ¿Ves que marca las cinco y diez? Además, no he perdido el tiempo. Me gustó conocerte. —¿Conocerme? Mucho no hemos hablado. —Lo suficiente. Y una relación no sólo se construye con palabras. También hablan los ojos ¿no? —Ajá. ¿Y se puede saber qué te dijeron mis ojos? —Reservado. —Te gusta el cachondeo ¿eh? —Me gusta pasarla bien. —A costa de esta servidora. —¿Se puede saber qué edad tenés? —No se puede. —Representás veintitrés. —Frío, frío. —Yo tengo veinticinco. —Pues representás veinticuatro y medio. —Esta vez te haré una pregunta que requiere una respuesta franca. —Venga. —¿Te caigo bien? —¿En qué sentido? —Vertical. Horizontal. El que prefieras. —Digamos que sí. Aunque no sé por qué. —¿Te lo explico? —No, por favor. No soporto la vanidad masculina cuando se desata espontáneamente. —¿No te parece como si nos conociéramos desde hace años? —¿No te suena esa pregunta como de culebrón venezolano? —Vos contéstame. ¿Te parece o no te parece? —¿Años? No. Me parece como si nos conociéramos desde hace veintiocho minutos. —¿Alguien te dijo alguna vez que irradiás una simpatía tan fuerte que a uno lo marea? —Bueno, una vez un muchacho me dijo que mi simpatía lo emborrachaba. —¿Ves? Es así nomás. Y fíjate que ni siquiera te he tocado una mano. —Ni te atrevas. —¿No me das permiso? —Claro que no. Apenas si autorizo a mi mano a tocar la tuya. —Bárbaro. —Tenés una piel suave. Interesante. Se ve que nunca fuiste obrero. —¿Y esta cicatriz en la muñeca? —Ah sí. Con ese detalle ya lo sabés todo de esta joven marquesa. Hace dos años intenté matarme. —¿Y qué pasó? —Me salvaron. Unas vecinas. Lo bien que hicieron. Estoy contenta de seguir vivita y coleando. —¿Mal de amores? —No. Falta de amores. Vacío de amores. —¿Droga quizá? —Nada de eso. Ni siquiera fumo. Casi no tomo alcohol. ¿Vos nunca quisiste suicidarte? —Soy demasiado pelotudo para tomar una decisión tan laboriosa. —Ya me dijiste que sos soltero en español. Pero ¿tenés mujer, compañera, amante o noviecita? —Nada, mi niña. Llevo tres meses y medio de virginidad sabática. —Entonces voy a hacerte una confesión que confío aprecies en toda su buena fe. —Así será. —Y en toda su inocencia. —Soy todo orejas. —Quizá te parezca extraño, pero tengo ganas de verte desnudo.
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    6 mins