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Los tres altares y las cuatro manifestaciones

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Resumen: Los tres altares y las cuatro manifestaciones Basado en 1 Reyes 18 Esta enseñanza nos lleva al monte Carmelo, donde Elías confronta al pueblo de Israel y a los profetas de Baal. Pero más allá del milagro del fuego, el pasaje revela tres tipos de altares —tres realidades espirituales— y cuatro manifestaciones de Dios que nos enseñan cómo Él actúa, cómo responde… y cómo a veces calla. 1. El altar a Baal: el altar del silencio absoluto El primer altar es el de la idolatría. Es un altar lleno de ruido, de danza, de gritos y de espectáculo… pero vacío de la presencia de Dios. Los profetas de Baal invocaron desde la mañana hasta el mediodía, se cortaron, clamaron con violencia, pero “no hubo voz, ni quien respondiese”. Es el silencio absoluto: la manifestación del abandono espiritual. El silencio de Dios no es ausencia; es mensaje. A veces Dios calla para llamar al arrepentimiento, para mostrar que se ha roto la comunión, o porque su pueblo vive dividido entre dos pensamientos. Así ocurrió en tiempos de Elí: “la palabra de Jehová escaseaba y no había visión con frecuencia” (1 Sam. 3:1). También durante los 400 años entre Malaquías y Juan el Bautista: siglos de silencio que anunciaban la llegada del Verbo. El silencio más elocuente del Evangelio fue el de Jesús ante Herodes y Pilato. No respondió a la arrogancia, ni al poder político ni religioso que buscaba manipularlo. Su silencio desenmascaró la injusticia. Y el silencio más profundo de todos fue el del Padre hacia el Hijo en la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mt 27:46). Ese silencio no fue abandono, sino redención: el Padre calló al Hijo para nunca más callar con nosotros. Jesús fue desamparado para que tú nunca lo seas. El cielo guardó silencio con Él, para que hoy puedas oír la voz del perdón: “Eres mío, te amo, no te dejaré ni te desampararé.” 2. El altar del Carmelo: el altar del fuego consumidor El segundo altar es el que Elías reconstruye con doce piedras, símbolo de las tribus de Israel. Sobre él coloca el sacrificio, la leña, el agua… y ora. Entonces cayó fuego de Jehová y consumió todo: el holocausto, la leña, las piedras, el polvo y hasta el agua de la zanja. Muchos se preguntan: ¿por qué Dios envió fuego y no lluvia? Porque este fuego no era de bendición sino de consumo, de purificación, de juicio sobre un altar contaminado. En la Escritura hay distintos fuegos: * Fuego de aprobación: el que cayó sobre el altar de David, de Salomón, de Gedeón o de Moisés, confirmando su obediencia. * Fuego protector: la columna que alumbraba al pueblo en el desierto (Sal 105:39). * Fuego revelador: el de la zarza ardiente o el horno de los tres jóvenes. * Fuego purificador: que limpia el oro y las impurezas (Nm 31:23). Pero el fuego del Carmelo fue fuego consumidor. Un fuego de descontento. El Señor respondió a la oración de su siervo, pero dejó claro su disgusto por la idolatría del pueblo y por un altar levantado fuera del lugar que Él había escogido (Jerusalén). El Carmelo no debía convertirse en santuario, sino en advertencia: el fuego debía arder en los corazones, no en las piedras del monte. Por eso consumió cinco cosas: 1. El holocausto: símbolo de la entrega. 2. La leña: el esfuerzo humano. 3. Las piedras: las estructuras religiosas. 4. El polvo: la humanidad carnal. 5. El agua de la zanja: las aguas estancadas de la religiosidad sin vida. El fuego de Dios consume todo lo que no proviene de Él. Fue una manifestación poderosa, pero no la más alta. El fuego puede purificar, pero también destruir. Dios no estaba en el fuego, sino en el silbo apacible que vino después (1 Re 19:12). Por eso, la verdadera meta no es buscar manifestaciones espectaculares, sino corazones obedientes. Nuestro Dios es fuego consumidor (Dt 4:24; He 12:29), pero desea transformar, no sólo quemar. 3. El altar de Elías: el altar de la lluvia sanadora Tras el fuego vino la oración. Elías subió a la cumbre del Carmelo, se postró en tierra y puso su rostro entre las rodillas. No ofreció sacrificios materiales, sino su propia vida como ofrenda. Allí se derramó en intercesión, esperando hasta ver “una pequeña nube como la palma de la mano de un hombre”. La lluvia representa restauración, gracia y vida nueva. Mientras el fuego consume, la lluvia sana. El altar que agrada al Señor no es de piedra, sino de corazón quebrantado. Elías mismo se convirtió en el altar: derramado como libación delante de Dios. Así lo entendieron también Pablo y Timoteo: “aunque sea derramado en libación sobre el sacrificio de vuestra fe, me gozo…” (Fil 2:17) — “yo ya estoy para ser derramado como ofrenda” (2 Tim 4:6). Dios busca adoradores como Elías: no los que levantan altares de espectáculo, sino los que se ofrecen en obediencia. Esa es la verdadera manifestación: el altar de la lluvia sanadora. La lluvia viene cuando el siervo se...
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