Dracula y el mito vampírico cover art

Dracula y el mito vampírico

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Entre montañas que parecen alzarse como los colmillos del mundo, envueltas en nieblas que jamás se disipan del todo, nació un niño destinado a ser recordado no por su ternura, sino por su sombra. En aquellas tierras ásperas de Transilvania, donde el invierno parece no terminar y los bosques guardan más secretos que caminos, vino al mundo Vlad III de Valaquia, hijo del príncipe Vlad II Dracul, miembro de una orden caballeresca que había jurado proteger la fe cristiana del avance otomano: la Orden del Dragón.Y fue precisamente ese dragón, símbolo del fuego sagrado y del poder que no conoce fronteras, el que marcaría para siempre el destino de su linaje. De ahí su nombre: Drăculea, el hijo del dragón.

Corría la primera mitad del siglo XV, una época convulsa en que el mundo parecía dividido entre dos credos y dos visiones irreconciliables. Por un lado, el Imperio Otomano, joven,ambicioso y devorador, extendiéndose desde Anatolia hasta los Balcanes; por otro, una Europa cristiana fatigada por sus propias guerras, pero dispuesta aún a resistir. En medio de esas fronteras inciertas, los pequeños principados de Valaquia y Moldavia eran el campo de batalla donde chocabanOriente y Occidente, y donde los hombres aprendían a sobrevivir entre la cruz y la cimitarra.

El padre de Vlad, Dracul, había sido un noble fiel al rey de Hungría y un guerrero hábil en los pactos. Pero los pactos, en aquella tierra, se rompían con la facilidad con que se quebrabaun hueso. Cuando Vlad tenía apenas trece años, él y su hermano menor Radu fueron entregados como rehenes al sultán otomano Murad II, para asegurar la lealtad de su padre. Aquellos años de cautiverio marcaron el carácter del muchacho más que cualquier espada: aprendió el idioma, la disciplina y la crueldad de los turcos, pero sobre todo aprendió que el poder nunca se entrega… se toma.

Creció entre dos mundos, viendo a los cristianos como débiles y a los otomanos como enemigos. De esa mezcla de humillación y orgullo nació un joven príncipe que, al regresar a su tierra, ya no era un simple heredero, sino un hombre forjado en el fuego del resentimiento. La Valaquia que encontró estaba arruinada por la guerra, los boyardos —la nobleza local— gobernaban con intereses propios, y el pueblosufría bajo impuestos y saqueos. Vlad los miró y vio desorden, corrupción, traición. Decidió poner fin a todo aquello con la única ley que creía infalible: el miedo.

Pero antes de la crueldad vino la convicción. En su mente, Valaquia no debía ser una tierra de esclavos, sino de guerreros. Quiso construir un reino justo, aunque su justicia olía a sangre. Se decía que caminaba de noche por los pueblos, disfrazado, para comprobar si sus súbditos mentían o robaban. Y cuando lo hacían, no había perdón ni clemencia.Porque para él, el dragón de su estirpe no era símbolo de destrucción, sino de pureza a través del fuego.

Los cronistas contemporáneos lo retratan como un hombre de mirada fija y voz serena, incapaz de mostrar compasión, pero también incapaz de dudar. Y sin embargo, en ese joven de rostro severo y corazón endurecido, latía todavía la sombra de aquel niño que una vez fue prisionero en tierras lejanas. Su odio hacia los traidores era, en realidad, el odio hacia su propio pasado. Quiso limpiar su nombre, el de su padre y el de su país. Pero al hacerlo, se convirtió en aquello que más temía:un monstruo para unos, un salvador para otros.

El dragón, símbolo de la sabiduría divina, fue en sus manos una espada. Y con esa espada empezó a escribir su leyenda, una que haría temblar a Europa y alimentaría los sueños más oscuros de la humanidad.

Porque donde otros vieron un hombre, la historia empezó a ver un demonio. Y donde la sangre corría como río, nacería el mito de un ser que jamás moriría del todo.


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